NO SIEMPRE GANA LA MUERTE
I. ASÍ ES CÓMO SE MUERE
Rodrigo estaba aferrado a los barrotes de su celda, los puños apretados,
la cabeza rapada ligeramente inclinada. Los segundos pasaban como horas,
las horas como segundos, cada uno de ellos insoportable y precioso al mismo
tiempo.
¿Por qué no estoy muerto? ¿Por qué esta gente
me mantiene vivo?
Era la hora del ocaso, la más hermosa del día, la peor para
los presos.
Esa hora traía recuerdos de regreso a casa, de niños y mujeres,
de noches rebosantes de música y risas y amor. Para los hombres del
presidio era la hora de más honda tristeza, que transcurría
lentamente entre el hedor de otros hombres y la alegría de las pulgas
bien alimentadas.
Rodrigo sabía que podía morir en cualquier momento. Podían
quitarle la vida en los próximos treinta minutos o dejarlo vivir otros
treinta años. A los que condenaban a muerte a menudo los dejaban vivir,
mientras que aquellos que eran indultados podían perder su vida en
el instante mismo en que comenzaban a respirar como hombres libres.
Bailaba con una paradoja que se extendía al infinito.
¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler? ¿Cuántas
vidas humanas pueden palpitar bajo una espada?
Rodrigo sabía que la espada se alzaba sobre su cabeza. La suya no
era la sentencia a muerte diaria que todos los seres humanos enfrentan. Era
una sentencia excepcional que se ajustaba a su vida excepcional. Ni buena
ni mala, pensó. Sólo excepcional.
Sé una excepción, únete a la conspiración.
Se repitió aquella frase como el estribillo de un anuncio comercial.
¡Qué cosa más ridícula su sentido del humor! A
veces creía que no tenía derecho a permitírselo. No
había tenido nunca una aptitud especial para la vida cotidiana. Rara
vez lograba mantener un trabajo regular. La mayor parte del tiempo no sabía
qué decirle a su esposa. Su sentido de la orientación era tan
pobre que a menudo se perdía en barrios que conocía desde la
niñez.
A pesar de ello, se había hecho conspirador.Y en las situaciones en
que la mayoría de las personas se morían de miedo, él
no sólo sobrevivía sino que hacía chistes.
¡Si no nos dices lo que queremos saber, te vamos a mandar al paredón!
le gritó el principal interrogador.
A lo que él respondió: Señor, usted me ha amenazado
con la muerte tantas veces que si me pone frente al paredón y me pregunta
qué siento, le contestaré como el chino: “¡Una ‘peliencia
má!”
De niño, Rodrigo había escuchado a los vendedores ambulantes
chinos, a lo largo del malecón habanero, hablando con su acento peculiar.
Cuando se dirigió a sus interrogadores y les dijo “Una experiencia
más” con aquella entonación burlona, éstos se enfurecieron.
Parece que no te importa para nada salvar la vida, declaró el principal
interrogador. No tenemos nada más que discutir. Las sesiones terminaron.
¡Qué locura recurrir al humor en aquel momento! ¡Cómo
había podido ser tan arrogante con su vida! Aunque no le importara
protegerse a sí mismo, ¿cómo había podido mostrarse
tan desconsiderado con su esposa y con sus hijos?
¡No! No debía pensar así. El juego al que había
decidido entregarse no era el de salvar su vida. De haber sido así,
estaría ahora en un traje gris trabajando para un bufete yanqui.
Sus reflexiones lo regresaron al momento que definió su vida y prefiguró
su muerte.
Era una clara noche de abril de 1961, agradablemente fresca, con una luna
ideal para su propósito. Estaba sentado en una cabaña de pescador,
inmóvil como una piedra, con una mano en el rifle, mirando de vez
en cuando hacia las granadas y las subametralladoras para asegurarse de que
estaban a su alcance. Su compañero, Alejandro, dormía en el
piso, a su lado. Esperaban a que su objetivo apareciera al otro lado del
río. La trampa estaba perfectamente montada.
Dentro de un rato Rodrigo se echaría a dormir y Alejandro montaría
guardia. Era la tercera noche que pasaban en la cabaña. La presa podía
llegar en cualquier momento o pasarse tres días más sin aparecer.
Los movimientos de aquel hombre eran impredecibles. Durante casi un año,
Rodrigo le había seguido la pista en vano. Entonces, por un golpe
de suerte surgido de la tenacidad —como surge la suerte casi siempre—, Rodrigo
supo de sus citas muy privadas, breves y bastante regulares junto a este
tranquilo tramo del río Almendares.
Cuando los agentes de la seguridad llegaron para preparar el lugar de reunión,
Rodrigo podía ver sus caras. Si a alguno de ellos se le ocurría
cruzar el río, vería la suya. Entonces él y Alejandro
dispararían y los guardias recibirían las balas y granadas
destinadas al hombre que protegían.
Con un poco más de suerte, sin embargo, los hombres no cruzarían.
Para llegar tan cerca de la victoria, había tenido que recorrer un
camino duro y emotivo. Había luchado siete años para derrocar
a un tirano, únicamente para ver cómo los riesgos y padecimientos
que había enfrentado sólo habían servido para llevar
al poder a otro tirano. De modo que comenzó a luchar de nuevo.
A lo largo de ambas guerras, había matado a otros hombres. Había
causado la muerte de personas cercanas a él. Su continua exposición
al peligro había traído dolor y desesperación a los
que más amaba.
Ahora, con un disparo de fusil, redimiría todo el sufrimiento: el
que había causado y el que había padecido. Le devolvería
el orden a su vida, a su familia, a su país.
La idea lo intranquilizó.
Esta vez debía de resultarle fácil apretar el gatillo.Ya había
dejado atrás la parte más difícil, las misiones que
no hubiera aceptado de haber sabido de antemano a lo que conducían.
Todo eso había acabado. Estaba a punto de alzarse victorioso. Debía
de sentirse triunfante. ¿Por qué no era así? ¿Qué
se agitaba en él?
—¡Oye! ¿Te acuerdas de nosotros?—le gritaban desde su interior
un hervidero de emociones—. Somos tus viejos amigos.
¡Vaya amigos!
Aquí estaba, en el umbral de una nueva vida, y la que dejaba atrás
se aferraba a él con más insistencia que nunca. Rostros vivos
y muertos, situaciones que habían sido o pudieron haber sido, sentimientos
que había admitido y otros que había ignorado, halaban de él
para hundirlo.
Se le acababa el oxígeno. Se ahogaba. Cuando las aguas estaban a punto
de cubrir su cabeza, aguzó el oído de su mente y las olas le
trajeron un mensaje claro, invariable: “Así es cómo se muere”.
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